Roberto
de regalo entregó a su padre un gallo de impresionante color y porte, que tenía
toda la apariencia de ser un gallo fino y de pelea. Le pusieron por nombre el
"Caballero Carmelo" y pronto se convirtió en un gran peleador.
El Caballero
Carmelo es una de las obras más conocidas del escritor iqueño. [Foto: Google]
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida.
Después mi madre venía a
nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas
de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo
lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo
dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma
hora, con el pan calentito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos
"capachos" de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan
francés, pan de mantecado, rosquillas...
Madre escogía el que habíamos
de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y
nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule
brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de
apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde
los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por
el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos.
Después de su frugal comida,
hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra refregando su
cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los
conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca
de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como yema
de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincón, entrabado, el
Carmelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por
desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por
lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras
contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral el Pelado, un
pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años,
flacos y golosos. Pero el Pelado, a más de eso, era pendenciero y escandaloso,
y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros comían el modesto
grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor
y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de
suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus fechorías, dijo pausadamente: -Nos lo
comeremos el domingo...
Defendiólo mi tercer hermano,
Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría
crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el Carmelo todos miraban
mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la
aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo no matan -decía en su
defensa del gallo- a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al
cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y
sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte...
Se adujo razones. El cabrito
era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos
apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo. El
puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas, con
sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar en
voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche
para darlo a sus polluelos.
El pobre Pelado estaba
condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran
valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca
influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues
iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre
el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos
todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le
dijo:
-No llores; no nos lo
comeremos...
*El capítulo III será publicado el domingo 2 de agosto